¿Debo creerle a los asesinos de las horas entonces? ¿A los que lloran el tiempo que les era cruel? ¿O debería creer ya en los otros, en ese resto grandioso que como yo también todo lo ignora?
No quiero se pretenda que mis propios labios se burlen de mí, ni que me abandonen tambaleante en mi locura. No venderé nunca el suelo que piso por volar, creyendo así llegar a merecer la llama de mi propio fuego. Entre fuegos, la Duda siempre me ayuda.
Por creer hago el bien. Y gozaré por eso del agua cristalina que correrá por mis floridos pies.
Y me sembraré en la eternidad con la que sepa extirpar de mí el dolor
con su alma de cosecha buena.
¿Que si gusto del cambio de lo mejor por lo peor?
Llegué a la Caracas que me daba lo implorado y al envilecimiento e indigencia se me condenó por hacer incurrir en cólera al hambre, a quien le negué su verdad, e injusto siempre, le asesiné sus estrellas. Iracundo fui más allá del límite del silencio.
Supe lo que me ocurrió al sólo profanar mi propio comienzo. Y he sido despreciable, es verdad, como un mono encolerizado. Y no he sido ni ejemplo, ni a nadie he exhortado. Ni siquiera a los que vagan implorantes sobre la mano de un látigo en sangre. He ofrendado sólo mancha y esclavos. Y he sido por desgracia golpeado para ser resucitado.
Y de mi corazón no mana todavía agua cuando me derrumba ya un preciso temor que siempre sabe que aquí estoy.
Hago comentarios y me siento abrumado de errores veloces cuando voy en vía indecorosa a cobijarme a perpetuidad bajo la absurda sombra de un fuego malo.
¡Y qué de alguna maldición se me salve!