La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles

martes, 4 de agosto de 2009

La chola



Aquella madrugadita, cuando me levanté de la cama alta y aporté el primer paso del nuevo día, me di cuenta que la chola derecha se había descuadernado debido a no sé qué evento que ocurriera mientras dormía con relativa placidez. Tomé conciencia de la incomodidad cuando me dirigí hacia el aseo cotidiano, lo que me obligó de inmediato a deslizar la averiada del pie derecho con su ruido premonitorio, haciéndome vislumbrar cierto futuro cercano e indeseable; pero, en el que nunca pienso, para evitar a todo trance ciertas sacudidas del corazón. Y, quizás continúe arrastrando esa chola, por algún tiempo más, hasta que se me convierta en rutina y me haga extrañar las nuevas que deba comprar, y que, volarán asidas como las anteriores, a mis ya desapasionados pies.

Sismo virtual


En ese instante preciso dábale la espalda a la majadería, cuando fregaba alguna loza que ensuciara durante el desayuno. Creo que también silbaba, de contento, cuando de pronto comencé a percibir un ruido como de galletas de soda que estuvieran siendo trituradas por las manos inclementes de Crisóstomo, para fines de su pegote, y como en cámara lenta, además. Silencié el silbido entonces y me paralicé buscando localizar, con exactitud, el origen de ese alboroto tan tétrico. Pero no alcancé hacerlo… Hasta que, voltee y presencié, maravillado, cómo se iban levantando ruidosas varias baldosas del piso, aledañas a un mesón multipropósito, sin que ninguna causa se viera a simple vista como eficiente de esta tan inesperada sedición cerámica. Pues, seguí fregando y me resigné, a que la vida, es así: desconcertante.

Pechos mojados


Detrás de ese guapo sol evadido a las seis de la mañana, algo me esperaba: un trámite, un papeleo, quién sabe… Una contrariedad. Pero al tiempo que abría la ventana, para inspirar su salud, percibí de inmediato que una garrafal frazada oscura se abalanzaba sobre nosotros inexorable, para luego descargar, con mucho ímpetu, sus inmensas lágrimas, abortando mi intento liberador y haciendo que las palmeras me hicieran muecas (de mofa) con sus pechos mojados y plateados. Luego el sol, algo tímido, hizo presencia de nuevo, es verdad, pero con una actitud como muy carente de ánimo.

El apamate florecido


Terminaba de revisar un texto, cuando me decidí cocinar unos vegetales al vapor para atenuar en algo la agresión de una pizza Prosciutto Fungui, con un trío de cervezas, con las que me había hecho la noche anterior en el paseo de la playa. Eran las 9 am, cuando al ir a correr el ventanal para darle a la brisa mañanera, la oportunidad de saludarme, pude darme cuenta que detrás del último edificio de mi conjunto, se asomaba, más de lo usual, el apamate; pero esta vez, cubierto de su nieve rosada y efímera que le resaltaba, más aún, por el brillo del sol y por el contraste del verdor renacido. Y lo único ausente sería la brisa que me dejó esperando para hacerme más feliz. Pero por fortuna, un casal de blancas palomas retozaban, como cachondas, sobre el tejado muy cerca de su copa… Y por cierto, las tres, muy erguidas.

Las aparentes ventajas de lo adecuable


Explorando solución a las incomodidades y sus resultas que me deja el tiempo lidiando con la laptop, me tropecé en un comercio con una mesa adaptable a varias alturas y posiciones que, una vana ilusión, me hizo comprar de inmediato. Tan sólo llegué a casa, inicié su armado y prueba a ver si era capaz de resultar alivio para las ingratas secuelas esas. La probé parado; la probé medio sentado en un banco; la probé sentado en el sofá y, por último, la probé primero sentado en la cama y luego acostado. Y admito que en todas las posiciones seguíanse manifestando las benditas rastras. Pero opté por la de acostado, que sólo me extenuaba los brazos y tensaba algo el cuello, pero me permitía a la vez continuar con mi camarón sin solución de continuidad. Así también reconozco que, para tales ensayos, no dejé de sentir nostalgia por las siempre embriagantes comodidades que ofrece el paisaje carnoso de una mujer…

El viejito preventivo


Hubo de llegar caminando, con extrema dificultad, no obstante haberlo hecho apoyado en un aparejo rodante, puede que hasta de última generación. Era blanco y rechoncho, el viejito, con acento de forastero, de escasa, corta e hirsuta cabellera, y con unos espejuelos de cristales, con grosores, como muy prohibitorios, para un tabique nasal humano. Estuvo sentado cerca de mí, asesando todo el tiempo, y como asombrado de los avatares callejeros. Hasta que llegara un transeúnte alto, delgado, y de amable actitud, quejándose risueño -¡vaya qué paradoja!- de que minutos antes lo habían timado con cincuenta céntimos (fuertes) en el vuelto de una compra al menudeo. Y el viejito, no obstante sus aparentes trabas, se fue de manera sorpresiva y con mucho más desempeño que cuando arribó, presumo que sospechando, que el viandante, era un sedicioso de postín… Y tuve que irme, también, e intrigado además, porque unas moscas imprudentes, fuera de temporada, y de manera incesante, harto me molestaban y amenazaban con pararse sobre mi shawarma. Dizque eran las moscas de la lluvia, me había dicho con aires poéticos, alguien allí, que lucía como el dueño, minutos antes, y a propósito de mi queja.

Ansiedad en un cajero


El zaguán donde estaba ubicado el cajero electrónico, se hallaba desierto, salvo por los papeles y las latas y botellas de cerveza que, en situación de caos, y lánguidas, yacían en el piso como si un vampiro goloso las hubiera vaciado, de toda su sangre, la noche sabatina de la víspera. Y justo, cuando me disponía subir las escaleras para acceder a él, dime cuenta que, segundos escasos, antes, lo hiciera un hombre que partía de una moto estacionada en la acera, donde lo aguardaba su parrillera, una morenaza curvilínea que mirábame y sonreía, con algo de bellaquería. El hombre, que en lo más mínimo parecía burgués, intentó primero sacar dinero, pero de pronto se volteó para decirme que el cajero no estaba dándolo. Trate usted a ver, me dijo incluso con amabilidad convencional. Pues, traté de hacerlo, pero un inmenso pálpito me indicó que podía tratarse todo de una estratagema de él, para luego, de demostrarle que sí, me arrancara de un manotón la suma dispensada y me dejara con los ojos claros y sin vista y con la fortuna, eventual, de que otro daño no me hiciera. Dicho pálpito me obligó entonces a realizar una maniobra equívoca, que le permitiría al cajero negarme el dinero. Tampoco me dio nada, le respondí todavía alerta, y él se retiró buscando otro en los alrededores, mientras cascorvo aún, me dirigí a mi restorán de siempre para desayunar, que sólo al cruzar la avenida, me quedaba. Y estando sentado en la mesa, los vi pasar a través del generoso ventanal, sin que en sus rostros se reflejara nada de esos burgueses que, delinquiendo, justifican su desatino alegando la cínica razón de que dan empleo... Y me sonreía pensando, si aquello sería asunto o no de una buena suerte mía, y que, por lo tanto, no debía nunca prejuzgar aun precedido el instante de una palpitante y apriorística corazonada como la que tuve.

La oficina de un gastrónomo


Porque el agua esa media mañana decidió no visitarme disgustada debido a que nadie la administró, como siempre aspira, y dado que es sabido no conocer ella de obstáculos tontos para actuar y correr, con entera libertad, e incluso para vaciarse toda como una loca, me hube obligado a lanzarme a la calle, a mi restorán de siempre, con el inconveniente propósito, pero recompensante, de comerme dos arepas rellenas: una de pernil, con rueda de tomate, y la otra de cazón, esta vez muy bien escoltadas, ambas, por un cremoso marrón grande y por un denso batido de fresa, helado. Tal vianda, como para un combatiente de infantería, muy necesitado, fue para mí solo. Por lo que pido excusas… Cuando me senté lo veía de espalda con su pelo ralo, con su franela amarilla y bermudas azul celeste, y supe que no se valía mucho, por sí mismo, porque en la silla de al lado reposaban -una sobre otra- dos muletas. Tenía desplegados también sobre la mesa dos celulares, por los que hablaba mucho de manera alterna, lo que me hizo conjeturar que despachaba asuntos propios de sus negocios. Al cabo de casi dos horas que lo acompañara en silencio (salvo por lo de mis mandíbulas, que crujían) decidió pararse para irse. Y fue cuando le vi el rostro, muy demacrado. Se tambaleaba y se apoyaba en los espaldares de las sillas y hablaba con voz muy apagada. El mesonero lo auxiliaba, solícito, hasta que llegara para recogerlo un carro muy lujoso. Y de una manera heterodoxa se apoyó al caminar sobre las dos muletas, pero como si hubiesen sido ellas, mejor, dos bastones. La brisa soplaba en la misma dirección en la que desapareció dentro los vericuetos viales. Pero tampoco podía pararme yo cuando decidí la retirada. Y sin muletas a la vista.