La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles

martes, 4 de agosto de 2009

La oficina de un gastrónomo


Porque el agua esa media mañana decidió no visitarme disgustada debido a que nadie la administró, como siempre aspira, y dado que es sabido no conocer ella de obstáculos tontos para actuar y correr, con entera libertad, e incluso para vaciarse toda como una loca, me hube obligado a lanzarme a la calle, a mi restorán de siempre, con el inconveniente propósito, pero recompensante, de comerme dos arepas rellenas: una de pernil, con rueda de tomate, y la otra de cazón, esta vez muy bien escoltadas, ambas, por un cremoso marrón grande y por un denso batido de fresa, helado. Tal vianda, como para un combatiente de infantería, muy necesitado, fue para mí solo. Por lo que pido excusas… Cuando me senté lo veía de espalda con su pelo ralo, con su franela amarilla y bermudas azul celeste, y supe que no se valía mucho, por sí mismo, porque en la silla de al lado reposaban -una sobre otra- dos muletas. Tenía desplegados también sobre la mesa dos celulares, por los que hablaba mucho de manera alterna, lo que me hizo conjeturar que despachaba asuntos propios de sus negocios. Al cabo de casi dos horas que lo acompañara en silencio (salvo por lo de mis mandíbulas, que crujían) decidió pararse para irse. Y fue cuando le vi el rostro, muy demacrado. Se tambaleaba y se apoyaba en los espaldares de las sillas y hablaba con voz muy apagada. El mesonero lo auxiliaba, solícito, hasta que llegara para recogerlo un carro muy lujoso. Y de una manera heterodoxa se apoyó al caminar sobre las dos muletas, pero como si hubiesen sido ellas, mejor, dos bastones. La brisa soplaba en la misma dirección en la que desapareció dentro los vericuetos viales. Pero tampoco podía pararme yo cuando decidí la retirada. Y sin muletas a la vista.

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