La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles

viernes, 2 de octubre de 2009

Odio destilado en gotas espesas

 

     Es muy usual leer, o escuchar, digamos que en la Venezuela `política´ de hoy, exteriorizaciones que no se pueden calificar, de otra manera, que no sean de odio; de odio que se nota enquistado en los recodos de algunas almas oscuras, o poco dadas, o nada, a la práctica del amor que gratifica.

Ese odio se expresa, no a través de cláusulas irónicas o satíricas, aceptables, en todo caso, sino a través de expresiones que definen que el corazón de quienes las profieren late acelerado por creer que su agravio es pues su más personal y perversa vendetta, donde incluso, esperan con deleite, que se materialice con la desgracia o la destrucción catastrófica de lo que odian; lo que muy bien se define en la propia viscosidad de esas gotas tóxicas que caen pesadas de sus almas, sin duda, roídas y agonizantes.
Y esa sinrazón encarnada no se da cuenta de que, ese odio tan estrepitoso, no se les atenuará por razón de ese mismo odio que lo alimenta y, en razón a la diferencia, con los otros, que presentan como una coraza hecha de amor para soportar tan hirientes embestidas de vengadores al parecer acobardados por su impotencia moral y, tal vez, por su falta absoluta de imaginación para engranarse dentro de un mundo mejor y más humano; y, diciéndonos, además, que ese inmenso odio les sale de su pequeñito corazón… Y que, por darle albergue a ese sentimiento tan mordiente, sólo se atienen a la práctica de la fuerza y de la violencia y sin percatarse de que, cuando odian con tanto arrebatamiento, se colocan, casi voluntariamente, por debajo de lo que odian.
Es muy posible entonces, que de la Rochefoucauld tenga razón, cuando afirma: ‘Que más se unen los hombres (y las mujeres), para compartir un mismo odio, que un mismo amor’. Y en un sector muy pequeño, pero muy visible de la sociedad venezolana debido a la publicidad que le da la media privada desnaturalizada, pareciera ser esto una verdad protuberante y hasta insolente.



Mis dos polos



     Penetré partiendo de su nervadura; de la horqueta enrojecida de su nervadura que se ensanchaba mientras más lo hacía. Ya más adentro, una de sus gruesas nervaduras fue playa de un mar negro congelado de verde. Más adentro, me di cuenta que ese mar negro congelado de verde no era sino un territorio verde labrado con ríos marrones. El territorio verde, más adentro, comenzaría a transformárseme en un tejido de ojos verdes. Y, más adentro, los ojos verdes se convirtieron en un solo ojo verde de donde brotaban pequeñas perlas en diademas. Luego vi algo así como escaleras de circo depositadas... Luego siamesas pepitas de oro y luego unas nubes plateadas hasta que más allá encontré espacios vacíos y oscuros para toparme con un gajito de uvas. Hasta que, más adentro, con un tapiz de acero multicolor de donde más no pude penetrar. Pero partí teniéndola a una distancia apenas de toque, apenas de suave caricia. Luego me adicioné dos alas enormes para comenzar mi alejamiento, hacia arriba, hacia el sol, viéndola entonces mucho más pequeña, cada diez veces que movía esas dos alas, además, potentes. Llegó un momento en que vi salir de su cuerpo, cuando seguía ascendiendo, un enorme brazo que introducía en el mar. Y noté mucho más arriba, que ese brazo suyo casi se rozaba con otro que, desprendido de toda atadura, flotaba en las mismas aguas apaciblemente. Un poco más arriba, ya sólo veía uno de sus ojos no sé si en el centro de una inmensa oscuridad muy punteada de blanco. Pero aún la veía. Diez aleteos más y noté que una cuerda blanca la mantenía recluida. Más arriba, entonces, la noté con su cárcel blanca cabalgando sobre un tubo azul. Luego la vi entre un círculo azul y uno rojo, con uno blanco más allá, que guardaba un punto fulgurante tal como si fuera su nicho natural. Del círculo azul aquel, se desprendían otros más allá a manera de aureolas, hasta que con diez aleteos más la vi aislada ya dentro de todos sus pequeños círculos. Pues, llegó un momento en que la vi fundida dentro de una pequeña cosa que brillaba, aún, pero a punto de ser humillada, hasta que desapareció de mi vista rodeada de un claroscuro mortal; luego convertida en una visión lechosa, y luego dentro de un parque de huracanes que, calmarían su furia, cuando aletee diez veces más. De allí en adelante desapareció para un olvido sideral. Y fue cuando me convencí de que la figura poseída, y su olvido, constituyeron una realidad para mí esfumada.



El cuadro



    
     Me senté frente a él y lo contemplé. Sorbí su contenido. Era un microcosmos verde su finalidad. Al menos, éste predominaba en tonos pasteles. En primer plano de hallaba el racimo maduro de cambur que actuaba a guisa de anfitrión tomado de la mano de la planta. Sólo dos mariposas, con la misma vestimenta y el mismo color. Dos cotorras blancas grandes y como punteadas de pequeñas motas de algodón. Nueve pericos, donde siete exhibían negra la cabeza, y dos, blanca; y un pájaro de afligida expresión. O volando todos, o posados estaban sobre frágiles espigas corajudas. Como fondo, un pequeño torbellino frondoso escoltado por veintidós flores inexpresivas y por algunos entristecidos botones de ellas. Y cuando le pegaba la brisa de costado, hacía ondear la tela que de pronto le daba como vida a ese segmento ideal de boscosidad tropical. Diría que lo único que me faltó fue escuchar los alaridos de los pericos, el trino del triste pájaro y el susurro de las grandes hojas del cambur. 

Primer amor



     En un tiempo mismo la observaba. Eran tardes de sombras lisonjeras. Al pie de una subidita familiar, ubicaba, con intranquilas miradas, el compás de su caderamen atenuado. Y gozaba de su adusta elegancia callejera. La esquina roma me llamaba con quejido torturante e iba a esperar siempre su mirada de diosa triste. Tenía el cabello color montaña. Tomaba ella de la mano, al caminar, a los hijos de la brisa, y su boca se mostraba como una gran herida que llovía y llovía viajes. Me dejaba en la pituitaria su piel. Y ya lejos, se me transformaba en paisaje. Y hasta al día siguiente, moría yo. Y así muerto alcanzaba las nubes. Y bajaba otra vez a disfrutarla. Pero se mudó. Y no supe más de ella. ¡Qué necio parroquiano me la quitaría! Ando buscándola aún. Espero su aviso de ser mía. Y si no, la olvidaré. Tuve que olvidarla. Aún no la he encontrado. Y me estoy muriendo. ¡Oh Dios! ¡Qué castigo! ¡Cuánto tiempo!

Segundo amor



     Íbamos a buscar columnas entre los juncales. Mixto era el grupo de inocencias supervisado por rectitudes. Un chubasco había irritado el terreno, poco amable ya, por sus demandas de aliento. Delante de mí un caramelo de carne envuelto en efluvios y ritmos, paralizaba mis ojos en sus tapizadas caderas de amables telas. Le escribía versos cansados cuando cada paso suyo dibujábame voluptuosidades. Regalábame a veces, en la cima, sonrisas ardientes con sus labios húmedos y despintados. La amaba en silencio. Pero mi niñez me impedía hablarle y decirle cosas, y expresábalas con travesuras. Llegué a pensar en besarla. La simpatía de su boca me llamaba a besarla, y ya no me contenía. Pero como Caramelito quedaría en mis símbolos. No la besé nunca. Y eso lo guardo en mi recuerdo como un imperdonable ejemplo de cobardía.



Tercer amor



     Poseía la forma torneada de su andar, su piel de atardecer. Cubría deliciosas hendiduras, carnales , con centrífugas y aromas exhalados de un fino armador oloroso a punta de lápiz y borrador. Sus brazos apresaban logaritmos sostenidos por su vientre exiguo. Sus pasos retardados despertaban mis celos, porque el camino a su casa desviaba con sonrisas que lanzaba a un efebo que la acompañaba en los funerales de todas las mañanas. La seguía tembloroso. Y sufría cuando ella reía al voltear. No me veía. Pero le decía adiós con un beso silente seguido de un doloroso suspiro.



Extraño amor



     Provocativa y jugosa fruta. Boca gruesa de dulce oleaje me hablaba salpicándome de brisa y humedad magnéticas. Llamábame a un auxilio erótico con hambrientos besos que, en su mente corsaria, achicaban la creciente apetitosa. Cuando ella bañaba una esperanza, un día de soledades familiares, lancé mi adolescente mano en la pureza campesina de su cuerpo. Al rescatarla manchada de sangre, casi muero en ese fallido intento tan villano. Ella soltó al niño y tomó un cuchillo, enardecida. Corrí pálido y arrepentido de haber sentido aquella dureza tan herida. Sin embargo, siempre recuerdo su mar. Y de tiempo en tiempo, lo navego.



Metáfora




     En una no sé si leve crítica, Borges le enmienda a Quevedo, en relación a su condena a la metáfora que le importuna por liviana, y, más grave aún, por fraudulenta, que ella es el contacto momentáneo de dos imágenes y no la metódica asimilación de dos cosas...
En el mismo contexto, y en relación a la idea que tenía Quevedo del lenguaje como instrumento esencialmente lógico, le opone una observación de Chesterton quien advierte que, el lenguaje no es un hecho científico, sino artístico, ya que, habiéndolo inventado guerreros y cazadores, es muy anterior a la ciencia. Pero no deja Borges de reconocerle, a Quevedo, que su grandeza es verbal. 
Pues, observando tan ilustre altercación, se me vino la idea de afirmar, respecto a la metáfora, que ella bien pudiera ser, la pura realidad, pero vista desde una altura sideral.