La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Apuntes breves sobre mi pequeña existencia




     La casa donde nací está en toda la interioridad de mi vida.
Estaba rodeada de Margot y Andrea, bucólicas y adivinadoras, quienes solazábanse con mi canto de la tarde y solazábame yo cuando veía sacar sus cerdos amarrados con cantos de paz y ellas llorando. Pero ah desgracia, tenían un simio que abusaba encadenado cuando se aparecía con señales de fuga… De Amalia e hijos (desgreñada ella) lanzando piedras y esperando regaños. Eran adultos aniñados, por lo estáticos; y hasta niños, es pensable, por sus embates desproporcionados. ¡Ah destino triste! De Tomasa con sus arepas de almoneda y el drástico carácter propio de los que defienden plazas ocupadas en vida guerrera. Y de una familia prolija, donde la incertidumbre era atmósfera de trabajo y laboratorio de matriarcado.
Adentro, toda era bondad, diluvio de sonrisas, paseo de acuarios por la referencia de sus puntos cardinales. Bonita, agraciada; cíclica en cuanto a déficits y superávits alternos en mercados imperfectos.
Sí, creo que allí, a despecho, comencé a ver un mundo invisible.

Por su parte, mamá se encargó -lo que fue casi insoportable responsabilidad- de frisar mi muro de contención para el desiderátum y moldear como orfebre o quizá más como consumada artista, el amorfismo de mi creación. Me construyó un pequeño mundo donde fue mi primera diosa de amor; donde sus piernas, senos y caderas constituyeron santuario de mi erótica religión. Evitó que la leche derramada por mis balbuceos se convirtiera en carencias afectivas, y me hizo entender que todo acto tiene su razón, en su edad, por lo que las connotaciones deben estar acordes con la evolución. Y me enseñó además que el mundo es para construirlo permanentemente. ¿Y es qué acaso no debemos ahorrar tiempo en el proceso de aceptar las verdades? Me decía. Ellas, para nuestra felicidad, no deben ponerse de manifiesto en minutos, términos relativos para la humanidad, porque para nosotros, serían siglos. Lo hacedero es convertir los siglos de nosotros, y los minutos de la humanidad, en segundos de una misma hora, y así nos aprovecharíamos de las verdades en su momento. No se justifica que una verdad engendre muerte y que, mucho más tarde, una posibilidad efectiva y risueña germine de cada partícula de sus cenizas. No deberíamos hacer ritos de gloria a verdades negadas. Debes imbuirte de la gloria de aceptarlas. Vida… Amor… y muerte, son verdades producto de verdades, y si no afloran, mueren igual que cetáceos sumergidos indefinidamente. No hay razón para que una verdad muera, me decía mamá con sus muchos silencios.

Y de papá, una carta fui a buscar lejos, bajo una insipiente nevada. ¿Quién sería que la certificó si todos estaban advertidos sobre el idem por idem? Caminé… Pensaba… Caminaba… Seguía pensando. Al fin, llegué. No comprender una elementalidad por poco hace que me devolviera sin obtenerla. Es la relación estrecha entre el secreto y la clave. Pero ya sabía de quien era. La abrí después sentado sobre la alfombra, que sólo tenía huellas de soledad. De un sobre grande saltarían otros pequeños como si traviesamente escapáranse. Era una tarjeta muy hermosa dentro del inocente contexto en que venía. Fue enternecedor su contenido, y ojalá, no premonitoria una de sus pinceladas. Esa carta fue como el balance de un pasado caudal de inarmonías, entendible sólo por quien pueda ser capaz de enjaular el verdadero sentido de la vida. Contenía mamones, almendrones, nísperos y guanábanas; poesía, y una fatal identidad en la dialéctica. Tuve que leerla en voz alta, y riendo, para poder detener un alud de íntimas lágrimas. Pero así como el oxígeno ignorado en el decurso, hace posible que respiremos con sentido biológico, así el amor hace lo propio para que respiremos con sentido de existencia; calmo, o con ritmos de fiesta.
Si no existe el amor –entre un padre y un hijo, por ejemplo- al menos sí la belleza en bordes lúbricos, y utilizarla, para comunicarnos, podría ser un intento en concebirlo. Pero no como idónea expresión para lo inalcanzable.

Y confieso que me provocaba llorar en todas las mañanas de bemoles. Y seguir llorando. Las notas de la música me rodeaban dentro de un círculo de bebés que me hablaban con ojos ciegos y miraban con sonrisas de hallazgos. Me acordaba de la piel escarpada, de la retahíla de palabras en desorden. De la mudez increíble por la imagen de un talento extrauterino, de la mesada de una cana en la oscuridad.
Me acordaba del hermafroditismo chabacano con máscara de hombre y vestido de mujer, de las granadas heridas a un lado de la casa, de la pelambre en toda una corpulencia que hablaba de cotiledones en mi esquina.
Me acordaba del paralelismo absurdo que, teniendo en medio una carencia, luchaba, de una chiva arrastrada ante el ímpetu del deseo, de la redondez inteligente que violaba los templos.
Me acordaba también de la inmensa bondad de un plebeyo que frenaba con una chancleta y de todas las seis de la tarde.
Y de muchas cosas más dentro de mi utilidad marginal decreciente.

En fin, en mi amplio entorno vi pues el amor dividido, los condones, abierta la vieja en el suelo y adolescentes en fila, a un amigo degenerarse e ir a un oscuro callejón, tarde, en la noche, a un hacedor privado víctima de un bajo puntapié, por debajo de la mesa el sexo de una vieja grotesca, también el de una tía, el falo inmenso de mi padre que se fue empequeñeciendo, una luz escapada por debajo de la puerta, mi cama vacía en la madrugada, los naipes sobre la mesa, la ausencia de sudor denso en axilas serenas, manchas en la sábana, el cinismo en la mujer, la adulta inocencia, el cinismo en el hombre, la imposibilidad de la penetración y una hoja de la persiana dejando pasar una mirada espía, unos labios en penumbra con olor a pescado, senos que me dio temor tocar, el dinero comprando placeres, también conciencias, a una demente ofreciéndome su fétida locura, la manada de burras del viejo Flores, a un hombre maduro adulando, a un padre de familia tocarme el bálano en desafiante juego y creerse inmune a la opinión de ellas, a las gallinas morirse, etc., etc. etc.
Y oi campanadas, una voz halitósica venida de un confesionario, un rezo culpable y una risa nerviosa dentro del templo, chirrido continuo de cama ocupada, consejos en busca de precios, frases a la casa de guerras y odios, ruidos que me asustaron, notas que me hicieron llorar, cantos eternos.
Y no quise vivir sólo para que el tiempo justificara su paso.



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