Los casi diez metros que separan el borde acantilado de mi ventana con el piso, entre cuyos extremos además no hay saliente ni siquiera mezquino del cual asirse, no fueron inconveniente para que hallara una gata a media noche entre los barrotes y el corredizo ventanal de mi refugio. Estaba tan estrecha, en ese espacio ella, que no podía voltear a verme, situación en la que sólo se permitía maullar en tono lastimero. La expresión de mi rostro fue de evidente respuesta a una obligada pregunta: ¿Y cómo llegaría hasta allí esa gatita blanca, marrón y negra? Pero no perdí tiempo en buscar respuesta y, diligente, me aproximé al ventanal para permitirle entrar. Y lo haría con su tradicional cautela, para de inmediato comenzar a olfatear todo, incluido yo, y conmigo también comportarse como si nos conociéramos de toda la vida. Iba para allá, y venía para acá, como investigador buscando huellas y sin mostrar nada de sobresalto. Y se lanzaba al piso pidiéndome con su mirada que le acariciara su barriguita, que lucíale como carretera provista de ojos de gato... Y le decía entonces, ¡transmútate pues! pensando que era una princesa encantada que había llegado a mí por efecto de un dichoso embrujo. Pero nada que se operaba la transmutación, hasta que me di cuenta que era otra de mis tontas ilusiones. Abrí la puerta, y la insté a salir. Y se negaba con tierna obstinación, hasta que lo alcanzara con algo de leche, como vil señuelo, que incluso despreció al final antes de marcharse con dudosa parsimonia. Y cuando cerré la puerta, tuve que comenzar a manejar de nuevo otro inesperado malogro de amor.
La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles
miércoles, 2 de septiembre de 2009
La gata encantada
Los casi diez metros que separan el borde acantilado de mi ventana con el piso, entre cuyos extremos además no hay saliente ni siquiera mezquino del cual asirse, no fueron inconveniente para que hallara una gata a media noche entre los barrotes y el corredizo ventanal de mi refugio. Estaba tan estrecha, en ese espacio ella, que no podía voltear a verme, situación en la que sólo se permitía maullar en tono lastimero. La expresión de mi rostro fue de evidente respuesta a una obligada pregunta: ¿Y cómo llegaría hasta allí esa gatita blanca, marrón y negra? Pero no perdí tiempo en buscar respuesta y, diligente, me aproximé al ventanal para permitirle entrar. Y lo haría con su tradicional cautela, para de inmediato comenzar a olfatear todo, incluido yo, y conmigo también comportarse como si nos conociéramos de toda la vida. Iba para allá, y venía para acá, como investigador buscando huellas y sin mostrar nada de sobresalto. Y se lanzaba al piso pidiéndome con su mirada que le acariciara su barriguita, que lucíale como carretera provista de ojos de gato... Y le decía entonces, ¡transmútate pues! pensando que era una princesa encantada que había llegado a mí por efecto de un dichoso embrujo. Pero nada que se operaba la transmutación, hasta que me di cuenta que era otra de mis tontas ilusiones. Abrí la puerta, y la insté a salir. Y se negaba con tierna obstinación, hasta que lo alcanzara con algo de leche, como vil señuelo, que incluso despreció al final antes de marcharse con dudosa parsimonia. Y cuando cerré la puerta, tuve que comenzar a manejar de nuevo otro inesperado malogro de amor.
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