El zaguán donde estaba ubicado el cajero electrónico, se hallaba desierto, salvo por los papeles y las latas y botellas de cerveza que, en situación de caos, y lánguidas, yacían en el piso como si un vampiro goloso las hubiera vaciado, de toda su sangre, la noche sabatina de la víspera. Y justo, cuando me disponía subir las escaleras para acceder a él, dime cuenta que, segundos escasos, antes, lo hiciera un hombre que partía de una moto estacionada en la acera, donde lo aguardaba su parrillera, una morenaza curvilínea que mirábame y sonreía, con algo de bellaquería. El hombre, que en lo más mínimo parecía burgués, intentó primero sacar dinero, pero de pronto se volteó para decirme que el cajero no estaba dándolo. Trate usted a ver, me dijo incluso con amabilidad convencional. Pues, traté de hacerlo, pero un inmenso pálpito me indicó que podía tratarse todo de una estratagema de él, para luego, de demostrarle que sí, me arrancara de un manotón la suma dispensada y me dejara con los ojos claros y sin vista y con la fortuna, eventual, de que otro daño no me hiciera. Dicho pálpito me obligó entonces a realizar una maniobra equívoca, que le permitiría al cajero negarme el dinero. Tampoco me dio nada, le respondí todavía alerta, y él se retiró buscando otro en los alrededores, mientras cascorvo aún, me dirigí a mi restorán de siempre para desayunar, que sólo al cruzar la avenida, me quedaba. Y estando sentado en la mesa, los vi pasar a través del generoso ventanal, sin que en sus rostros se reflejara nada de esos burgueses que, delinquiendo, justifican su desatino alegando la cínica razón de que dan empleo... Y me sonreía pensando, si aquello sería asunto o no de una buena suerte mía, y que, por lo tanto, no debía nunca prejuzgar aun precedido el instante de una palpitante y apriorística corazonada como la que tuve.