Raúl Betancourt López

La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia. Aristóteles

jueves, 12 de noviembre de 2009

Texto






Insulto a mi texto diciéndole cobarde. Impreciso.
Los aplausos celebran mi denuesto.
Insulto a los aplausos diciéndoles cobardes e imprecisos también. Y vuelvo a mi texto aún sin alabarlo.
Luego resuelvo  oír sólo las voces atipladas de mis construcciones. Ellas me irritan.
Contento logro al final ser verdadero.
Y gano así el silencio que se muestra ya en lo eterno.

Ser o no ser




Ser o no ser nos rige al parecer. Lo que pareciera ser no es más que una loca danza, no un lenguaje cuerdo de los cuerpos. Crecemos a ritmo de anocheceres, de amaneceres que cambian sus horas de nacer y morir.
En un nuevo minuto de la vida, cambia a saltos el mundo y su acontecer. Se humedece asaltado de lágrimas inesperadas.
Es posible crecer juntos, morir juntos, aunque mi muerte prematura sea.
Y habrá de nacer una luz  grande y fuerte del vuelo luminoso y caótico de las luciérnagas. 


lunes, 9 de noviembre de 2009

Puente de guerra







Una oración ajustada no es de la circunferencia un oscuro mandamiento que aclaran al azar los obstinados. La búsqueda ajustada muévese vital; tanto, como la estética búsqueda.
En las encanecidas cosas no cuenta el hombre-ser como los adelantados se hallan en las conmociones constelados. El pensamiento no ha sido más que un puente de guerra sometido al bombardeo incesante de mis enemigos. No me he esfumado por eso. Ni me he refugiado en la fe. Tiemblo y temblaré parado con brío de caballo desconfiado.
Debido a que dialogo con los paisajes, a que me dejo acariciar por la brisa, a que hablo con los árboles  y a que envidio la pobreza de los pájaros, se ríen de mí. 
Pero pondero la circunferencia. Y la acoto. Y la achato para poder burlarme así de sus proezas lamentables. 
A menudo digo, mirando unos ojos grandes o unos luceros dormidos y bien serenos, que no tengo más recuerdos que aquellos sembrados en el huerto clandestino de mis sueños. 

¿Continuaremos en esto?




Más acá la creación a escala de un continente, redondez transparente llena de esencias terráqueas con fuerza y luz. Y luego el amarillo degenerado de la vida que nos forma. Qué fácil, verdad, como para que tan aislados estemos en esta descomunal oscuridad violable con el pensamiento. Hay que lanzar la voz para esperar respuestas. ¡Qué posterior silencio habrá de impresionarme para obligarme a valorar mis fuerzas tan extrañas! Continuaré. Y es posible que la decepción me gane. Que me derrote y me destruya en esta santa tranquilidad terrena.
Dentro de un tiempo, dentro de un océano de sueños desaparecerán nuestras primeras huellas. Desde ahora, hasta que comience a oscurecer ad infinitum, habrá sudores cósmicos y cavidades mortuorias. El canto del viento sobre los copos frondosos se silenciará en tragedia y ganarán medida los descendientes cúbicos. El sopor aumentará a paso firme y lento y su fantasmita asustará con la simplicidad de lo irrisorio. Las generaciones percibirán el cambio que sólo sufren los que miden magnitudes.
Tómese en cuenta, para medir nuestra soledad, que entre nuestros primeros saltitos arrítmicos y el logro de la serenidad espacial, hay la pobreza de ocho gotas.
Para el futuro -¡qué fatalidad!- cuatro de ellas, y cada muy corto tiempo, regarán el cultivo de nuestra muerte total.
Hay respuestas para evitarlo todo. Pero no la tienen los tigres, sino los escultores del silencio.  Nuestra mirada un día muy próximo llegará hasta una gran lejanía. Y más allá comenzará su viaje hacia el infinito. Sería como viajar muerto en un vehículo muerto.
Y me pregunto, cuando no sé si vacilo o si me callan otros el cerebro:
¿Continuaremos en esto? 



Errores veloces





¿Debo creerle a los asesinos de las horas entonces? ¿A los que lloran el tiempo que les era cruel? ¿O debería creer ya en los otros, en ese resto grandioso  que como yo  también todo lo ignora?
No quiero se pretenda que mis propios labios se burlen de mí, ni que me abandonen tambaleante en mi locura. No venderé nunca el suelo que piso por volar, creyendo así llegar a merecer  la llama de mi propio fuego. Entre fuegos, la Duda siempre me ayuda.
Por creer hago el bien. Y gozaré por eso del agua cristalina que correrá por mis floridos pies.
Y me sembraré en la eternidad con la que sepa extirpar de mí el dolor
con su alma de cosecha buena.
¿Que si gusto del cambio de lo mejor por lo peor?
Llegué a la Caracas que me daba lo implorado y al envilecimiento e indigencia se me condenó por hacer incurrir en cólera al hambre, a quien le negué su verdad, e injusto siempre, le asesiné sus estrellas. Iracundo fui más allá del límite del silencio.
Supe lo que me ocurrió al sólo profanar mi propio comienzo. Y he sido despreciable, es verdad, como un mono encolerizado. Y no he sido ni ejemplo, ni a nadie he exhortado. Ni siquiera a los que vagan implorantes sobre la mano de un látigo en sangre. He ofrendado sólo mancha y esclavos. Y he sido por desgracia golpeado para ser resucitado.
Y de mi corazón no mana todavía agua cuando me derrumba ya un preciso temor que siempre sabe que aquí estoy.
Hago comentarios y me siento abrumado de errores veloces cuando voy en vía indecorosa a cobijarme a perpetuidad bajo la absurda sombra de un fuego malo.
¡Y qué de alguna maldición se me salve!

viernes, 2 de octubre de 2009

Odio destilado en gotas espesas

 

     Es muy usual leer, o escuchar, digamos que en la Venezuela `política´ de hoy, exteriorizaciones que no se pueden calificar, de otra manera, que no sean de odio; de odio que se nota enquistado en los recodos de algunas almas oscuras, o poco dadas, o nada, a la práctica del amor que gratifica.

Ese odio se expresa, no a través de cláusulas irónicas o satíricas, aceptables, en todo caso, sino a través de expresiones que definen que el corazón de quienes las profieren late acelerado por creer que su agravio es pues su más personal y perversa vendetta, donde incluso, esperan con deleite, que se materialice con la desgracia o la destrucción catastrófica de lo que odian; lo que muy bien se define en la propia viscosidad de esas gotas tóxicas que caen pesadas de sus almas, sin duda, roídas y agonizantes.
Y esa sinrazón encarnada no se da cuenta de que, ese odio tan estrepitoso, no se les atenuará por razón de ese mismo odio que lo alimenta y, en razón a la diferencia, con los otros, que presentan como una coraza hecha de amor para soportar tan hirientes embestidas de vengadores al parecer acobardados por su impotencia moral y, tal vez, por su falta absoluta de imaginación para engranarse dentro de un mundo mejor y más humano; y, diciéndonos, además, que ese inmenso odio les sale de su pequeñito corazón… Y que, por darle albergue a ese sentimiento tan mordiente, sólo se atienen a la práctica de la fuerza y de la violencia y sin percatarse de que, cuando odian con tanto arrebatamiento, se colocan, casi voluntariamente, por debajo de lo que odian.
Es muy posible entonces, que de la Rochefoucauld tenga razón, cuando afirma: ‘Que más se unen los hombres (y las mujeres), para compartir un mismo odio, que un mismo amor’. Y en un sector muy pequeño, pero muy visible de la sociedad venezolana debido a la publicidad que le da la media privada desnaturalizada, pareciera ser esto una verdad protuberante y hasta insolente.



Mis dos polos



     Penetré partiendo de su nervadura; de la horqueta enrojecida de su nervadura que se ensanchaba mientras más lo hacía. Ya más adentro, una de sus gruesas nervaduras fue playa de un mar negro congelado de verde. Más adentro, me di cuenta que ese mar negro congelado de verde no era sino un territorio verde labrado con ríos marrones. El territorio verde, más adentro, comenzaría a transformárseme en un tejido de ojos verdes. Y, más adentro, los ojos verdes se convirtieron en un solo ojo verde de donde brotaban pequeñas perlas en diademas. Luego vi algo así como escaleras de circo depositadas... Luego siamesas pepitas de oro y luego unas nubes plateadas hasta que más allá encontré espacios vacíos y oscuros para toparme con un gajito de uvas. Hasta que, más adentro, con un tapiz de acero multicolor de donde más no pude penetrar. Pero partí teniéndola a una distancia apenas de toque, apenas de suave caricia. Luego me adicioné dos alas enormes para comenzar mi alejamiento, hacia arriba, hacia el sol, viéndola entonces mucho más pequeña, cada diez veces que movía esas dos alas, además, potentes. Llegó un momento en que vi salir de su cuerpo, cuando seguía ascendiendo, un enorme brazo que introducía en el mar. Y noté mucho más arriba, que ese brazo suyo casi se rozaba con otro que, desprendido de toda atadura, flotaba en las mismas aguas apaciblemente. Un poco más arriba, ya sólo veía uno de sus ojos no sé si en el centro de una inmensa oscuridad muy punteada de blanco. Pero aún la veía. Diez aleteos más y noté que una cuerda blanca la mantenía recluida. Más arriba, entonces, la noté con su cárcel blanca cabalgando sobre un tubo azul. Luego la vi entre un círculo azul y uno rojo, con uno blanco más allá, que guardaba un punto fulgurante tal como si fuera su nicho natural. Del círculo azul aquel, se desprendían otros más allá a manera de aureolas, hasta que con diez aleteos más la vi aislada ya dentro de todos sus pequeños círculos. Pues, llegó un momento en que la vi fundida dentro de una pequeña cosa que brillaba, aún, pero a punto de ser humillada, hasta que desapareció de mi vista rodeada de un claroscuro mortal; luego convertida en una visión lechosa, y luego dentro de un parque de huracanes que, calmarían su furia, cuando aletee diez veces más. De allí en adelante desapareció para un olvido sideral. Y fue cuando me convencí de que la figura poseída, y su olvido, constituyeron una realidad para mí esfumada.



El cuadro



    
     Me senté frente a él y lo contemplé. Sorbí su contenido. Era un microcosmos verde su finalidad. Al menos, éste predominaba en tonos pasteles. En primer plano de hallaba el racimo maduro de cambur que actuaba a guisa de anfitrión tomado de la mano de la planta. Sólo dos mariposas, con la misma vestimenta y el mismo color. Dos cotorras blancas grandes y como punteadas de pequeñas motas de algodón. Nueve pericos, donde siete exhibían negra la cabeza, y dos, blanca; y un pájaro de afligida expresión. O volando todos, o posados estaban sobre frágiles espigas corajudas. Como fondo, un pequeño torbellino frondoso escoltado por veintidós flores inexpresivas y por algunos entristecidos botones de ellas. Y cuando le pegaba la brisa de costado, hacía ondear la tela que de pronto le daba como vida a ese segmento ideal de boscosidad tropical. Diría que lo único que me faltó fue escuchar los alaridos de los pericos, el trino del triste pájaro y el susurro de las grandes hojas del cambur. 

Primer amor



     En un tiempo mismo la observaba. Eran tardes de sombras lisonjeras. Al pie de una subidita familiar, ubicaba, con intranquilas miradas, el compás de su caderamen atenuado. Y gozaba de su adusta elegancia callejera. La esquina roma me llamaba con quejido torturante e iba a esperar siempre su mirada de diosa triste. Tenía el cabello color montaña. Tomaba ella de la mano, al caminar, a los hijos de la brisa, y su boca se mostraba como una gran herida que llovía y llovía viajes. Me dejaba en la pituitaria su piel. Y ya lejos, se me transformaba en paisaje. Y hasta al día siguiente, moría yo. Y así muerto alcanzaba las nubes. Y bajaba otra vez a disfrutarla. Pero se mudó. Y no supe más de ella. ¡Qué necio parroquiano me la quitaría! Ando buscándola aún. Espero su aviso de ser mía. Y si no, la olvidaré. Tuve que olvidarla. Aún no la he encontrado. Y me estoy muriendo. ¡Oh Dios! ¡Qué castigo! ¡Cuánto tiempo!

Segundo amor



     Íbamos a buscar columnas entre los juncales. Mixto era el grupo de inocencias supervisado por rectitudes. Un chubasco había irritado el terreno, poco amable ya, por sus demandas de aliento. Delante de mí un caramelo de carne envuelto en efluvios y ritmos, paralizaba mis ojos en sus tapizadas caderas de amables telas. Le escribía versos cansados cuando cada paso suyo dibujábame voluptuosidades. Regalábame a veces, en la cima, sonrisas ardientes con sus labios húmedos y despintados. La amaba en silencio. Pero mi niñez me impedía hablarle y decirle cosas, y expresábalas con travesuras. Llegué a pensar en besarla. La simpatía de su boca me llamaba a besarla, y ya no me contenía. Pero como Caramelito quedaría en mis símbolos. No la besé nunca. Y eso lo guardo en mi recuerdo como un imperdonable ejemplo de cobardía.



Tercer amor



     Poseía la forma torneada de su andar, su piel de atardecer. Cubría deliciosas hendiduras, carnales , con centrífugas y aromas exhalados de un fino armador oloroso a punta de lápiz y borrador. Sus brazos apresaban logaritmos sostenidos por su vientre exiguo. Sus pasos retardados despertaban mis celos, porque el camino a su casa desviaba con sonrisas que lanzaba a un efebo que la acompañaba en los funerales de todas las mañanas. La seguía tembloroso. Y sufría cuando ella reía al voltear. No me veía. Pero le decía adiós con un beso silente seguido de un doloroso suspiro.



Extraño amor



     Provocativa y jugosa fruta. Boca gruesa de dulce oleaje me hablaba salpicándome de brisa y humedad magnéticas. Llamábame a un auxilio erótico con hambrientos besos que, en su mente corsaria, achicaban la creciente apetitosa. Cuando ella bañaba una esperanza, un día de soledades familiares, lancé mi adolescente mano en la pureza campesina de su cuerpo. Al rescatarla manchada de sangre, casi muero en ese fallido intento tan villano. Ella soltó al niño y tomó un cuchillo, enardecida. Corrí pálido y arrepentido de haber sentido aquella dureza tan herida. Sin embargo, siempre recuerdo su mar. Y de tiempo en tiempo, lo navego.



Metáfora




     En una no sé si leve crítica, Borges le enmienda a Quevedo, en relación a su condena a la metáfora que le importuna por liviana, y, más grave aún, por fraudulenta, que ella es el contacto momentáneo de dos imágenes y no la metódica asimilación de dos cosas...
En el mismo contexto, y en relación a la idea que tenía Quevedo del lenguaje como instrumento esencialmente lógico, le opone una observación de Chesterton quien advierte que, el lenguaje no es un hecho científico, sino artístico, ya que, habiéndolo inventado guerreros y cazadores, es muy anterior a la ciencia. Pero no deja Borges de reconocerle, a Quevedo, que su grandeza es verbal. 
Pues, observando tan ilustre altercación, se me vino la idea de afirmar, respecto a la metáfora, que ella bien pudiera ser, la pura realidad, pero vista desde una altura sideral.



miércoles, 2 de septiembre de 2009

Apuntes breves sobre mi pequeña existencia




     La casa donde nací está en toda la interioridad de mi vida.
Estaba rodeada de Margot y Andrea, bucólicas y adivinadoras, quienes solazábanse con mi canto de la tarde y solazábame yo cuando veía sacar sus cerdos amarrados con cantos de paz y ellas llorando. Pero ah desgracia, tenían un simio que abusaba encadenado cuando se aparecía con señales de fuga… De Amalia e hijos (desgreñada ella) lanzando piedras y esperando regaños. Eran adultos aniñados, por lo estáticos; y hasta niños, es pensable, por sus embates desproporcionados. ¡Ah destino triste! De Tomasa con sus arepas de almoneda y el drástico carácter propio de los que defienden plazas ocupadas en vida guerrera. Y de una familia prolija, donde la incertidumbre era atmósfera de trabajo y laboratorio de matriarcado.
Adentro, toda era bondad, diluvio de sonrisas, paseo de acuarios por la referencia de sus puntos cardinales. Bonita, agraciada; cíclica en cuanto a déficits y superávits alternos en mercados imperfectos.
Sí, creo que allí, a despecho, comencé a ver un mundo invisible.

Por su parte, mamá se encargó -lo que fue casi insoportable responsabilidad- de frisar mi muro de contención para el desiderátum y moldear como orfebre o quizá más como consumada artista, el amorfismo de mi creación. Me construyó un pequeño mundo donde fue mi primera diosa de amor; donde sus piernas, senos y caderas constituyeron santuario de mi erótica religión. Evitó que la leche derramada por mis balbuceos se convirtiera en carencias afectivas, y me hizo entender que todo acto tiene su razón, en su edad, por lo que las connotaciones deben estar acordes con la evolución. Y me enseñó además que el mundo es para construirlo permanentemente. ¿Y es qué acaso no debemos ahorrar tiempo en el proceso de aceptar las verdades? Me decía. Ellas, para nuestra felicidad, no deben ponerse de manifiesto en minutos, términos relativos para la humanidad, porque para nosotros, serían siglos. Lo hacedero es convertir los siglos de nosotros, y los minutos de la humanidad, en segundos de una misma hora, y así nos aprovecharíamos de las verdades en su momento. No se justifica que una verdad engendre muerte y que, mucho más tarde, una posibilidad efectiva y risueña germine de cada partícula de sus cenizas. No deberíamos hacer ritos de gloria a verdades negadas. Debes imbuirte de la gloria de aceptarlas. Vida… Amor… y muerte, son verdades producto de verdades, y si no afloran, mueren igual que cetáceos sumergidos indefinidamente. No hay razón para que una verdad muera, me decía mamá con sus muchos silencios.

Y de papá, una carta fui a buscar lejos, bajo una insipiente nevada. ¿Quién sería que la certificó si todos estaban advertidos sobre el idem por idem? Caminé… Pensaba… Caminaba… Seguía pensando. Al fin, llegué. No comprender una elementalidad por poco hace que me devolviera sin obtenerla. Es la relación estrecha entre el secreto y la clave. Pero ya sabía de quien era. La abrí después sentado sobre la alfombra, que sólo tenía huellas de soledad. De un sobre grande saltarían otros pequeños como si traviesamente escapáranse. Era una tarjeta muy hermosa dentro del inocente contexto en que venía. Fue enternecedor su contenido, y ojalá, no premonitoria una de sus pinceladas. Esa carta fue como el balance de un pasado caudal de inarmonías, entendible sólo por quien pueda ser capaz de enjaular el verdadero sentido de la vida. Contenía mamones, almendrones, nísperos y guanábanas; poesía, y una fatal identidad en la dialéctica. Tuve que leerla en voz alta, y riendo, para poder detener un alud de íntimas lágrimas. Pero así como el oxígeno ignorado en el decurso, hace posible que respiremos con sentido biológico, así el amor hace lo propio para que respiremos con sentido de existencia; calmo, o con ritmos de fiesta.
Si no existe el amor –entre un padre y un hijo, por ejemplo- al menos sí la belleza en bordes lúbricos, y utilizarla, para comunicarnos, podría ser un intento en concebirlo. Pero no como idónea expresión para lo inalcanzable.

Y confieso que me provocaba llorar en todas las mañanas de bemoles. Y seguir llorando. Las notas de la música me rodeaban dentro de un círculo de bebés que me hablaban con ojos ciegos y miraban con sonrisas de hallazgos. Me acordaba de la piel escarpada, de la retahíla de palabras en desorden. De la mudez increíble por la imagen de un talento extrauterino, de la mesada de una cana en la oscuridad.
Me acordaba del hermafroditismo chabacano con máscara de hombre y vestido de mujer, de las granadas heridas a un lado de la casa, de la pelambre en toda una corpulencia que hablaba de cotiledones en mi esquina.
Me acordaba del paralelismo absurdo que, teniendo en medio una carencia, luchaba, de una chiva arrastrada ante el ímpetu del deseo, de la redondez inteligente que violaba los templos.
Me acordaba también de la inmensa bondad de un plebeyo que frenaba con una chancleta y de todas las seis de la tarde.
Y de muchas cosas más dentro de mi utilidad marginal decreciente.

En fin, en mi amplio entorno vi pues el amor dividido, los condones, abierta la vieja en el suelo y adolescentes en fila, a un amigo degenerarse e ir a un oscuro callejón, tarde, en la noche, a un hacedor privado víctima de un bajo puntapié, por debajo de la mesa el sexo de una vieja grotesca, también el de una tía, el falo inmenso de mi padre que se fue empequeñeciendo, una luz escapada por debajo de la puerta, mi cama vacía en la madrugada, los naipes sobre la mesa, la ausencia de sudor denso en axilas serenas, manchas en la sábana, el cinismo en la mujer, la adulta inocencia, el cinismo en el hombre, la imposibilidad de la penetración y una hoja de la persiana dejando pasar una mirada espía, unos labios en penumbra con olor a pescado, senos que me dio temor tocar, el dinero comprando placeres, también conciencias, a una demente ofreciéndome su fétida locura, la manada de burras del viejo Flores, a un hombre maduro adulando, a un padre de familia tocarme el bálano en desafiante juego y creerse inmune a la opinión de ellas, a las gallinas morirse, etc., etc. etc.
Y oi campanadas, una voz halitósica venida de un confesionario, un rezo culpable y una risa nerviosa dentro del templo, chirrido continuo de cama ocupada, consejos en busca de precios, frases a la casa de guerras y odios, ruidos que me asustaron, notas que me hicieron llorar, cantos eternos.
Y no quise vivir sólo para que el tiempo justificara su paso.



El pequeño continente perturbador



     La mañana aquella, muy temprano, tuve que ir al laboratorio clínico y no era que anduviera mal, salvo por lo de los ahogos, no tan eventuales que me estaban dando, y por las trancadas de cintura que me habían hecho como cogerle cierto miedo a cualquier movimientico de ella, incluidos los más placenteros. Lo cierto es que, en la cola, tuve la muy buena suerte de quedar detrás de una mujer que se veía portadora, de una salud, pero tan hermosa, que no alcanzaba explicarme su deseo de someter, a exámenes, sus (¡seguro!) perfectos fluidos. Y no resistí la tentación de preguntarle, qué hacía allí, parada delante de mí, tentándome, además. Pues lo hice, y cuando volteó pude darme cuenta, sorprendido, que todo su lado, tanto anterior, como sus laterales, eran tan bellos como ese lado posterior que extasiado observaba, y que me recordaba tanto el ayuno que sufría por los desvanecimientos que, a nivel de amagos cadenciosos, estaba sintiendo. Y estaríamos conversando un rato largo, animados, abriéndome ella cada vez más su tranquero... Pero también notaba que en mí no prendía el entusiasmo con motivo de semejante hallazgo policlínico. Y no sé, pero sospecho que eso obedeció a que quizás se le había quedado, medio abierto, el pequeño continente de sus heces.




La sociedad y el fuego



     Cuando un hombre moría unido a una mujer por vínculo honrado, y que pretendiera ésta ser santa, debía quemarse en público sobre el cadáver de su marido en una celebración lapidaria que, por obligada razón, tomaría el nombre de pira de la viuda. Algunas se sambullían en las llamas a golpe de tambor y toque de trompetas, incluso, lo que traía como consecuencia, por tanto, que la tribu en la que hubiera, más esposas quemadas, era la que disfrutaba de mayor consideración.
Al tocarle a una mujer, un día lanzarse al fuego, alguien le hizo ver a la autoridad que tal manía era contraria al bien de la mercancía humana, por lo que la lucha, para abrogar esa costumbre, se imponía. Y respondiole la autoridad: que quién podía atreverse a cambiar una ley consagrada por el tiempo, dado que hacía más de mil años que las mujeres habían adquirido el derecho humano a arder. Que, ¿acaso había algo más respetable que un antiguo abuso?
Ese mismo alguien, entonces, se atrevería a interrogar a la suicida acerca de si amaba a su finado marido, a lo que respondiérale ella: ¡que va, era un patán, un receloso, un ser insufrible! pero decidida estoy a que el fuego me devore con él.
Pero hubo de reconfortarme el hecho de pensar, que la costumbre cambió, y que es la mujer que inclemente, entonces, lanza hoy a la pira a su marido, movida sólo por el deseo de arder acompañada de otro amante más propicio.




Final



Quise depositar en tu final mi angustia.
Quise evitar con tu final mi acomodo lúdico.
Quise buscar con tu final la dimensión de lo bastante.
Y al final creí encontrar, en tu final, mi final sobre ti.


El mercado de las voluntades



     Es muy probable que en la historia de la política, la mentira y la hipocresía hayan jugado un papel por demás preponderante.

La política (sobre todo la tradicional) alberga en su seno diversos matices de oscuridad silenciosa. Y cuando hablo de la tradicional, hago expresa referencia a la que practican los cicateros, los desalmados, a los que el infierno les resultaría un donativo.
La tendencia conservadora esa, que se aferra con singulares garras a sus prebendas sin importarle nada el destino de los marginados que genera, considera y vocifera, a través de su media utilitaria, que es muy fácil para un gobierno progresista mantenerse en el poder, a través de elecciones, porque compra la voluntad del pueblo al ejecutar políticas que lo favorecen dentro de una realidad bruta y desequilibrada. Por lo que, resulta innegable, que tal realización de un gobierno así, con esa tendencia, resulte ética, porque busca llenar, de apropiado contenido, su objetivo político y social predeterminado.
Pero ocurre que siempre, durante el gobierno de esa tendencia conservadora (que es conocida en el argot constitucional, como democracia representativa) sí resulta útil, ganancioso, y hasta cómodo, comprar voluntades políticas, porque sólo basta adquirir la de los parlamentarios y parlamentarias, mediante todo tipo de obsequios administrativos, y tal vez de algo más… Pero lo que en este proceder, resulta antiético, es que el propósito que anima ese cohecho no se le consulta al pueblo sino a esos sobornables mandatarios, para que, regocijados, voten a favor de…




Un encuentro impactante


    
     Cuando la puerta se abrió, apareció un esperpento de cabello muy alborotado con una banda colorada terciada en la frente; con un párpado medio caído, exhibiendo en ambos ojos dos enormes legañas petrificadas, con voz como de eco, con sus multicolores escleróticas con máculas de sangre; y, todo en un cuerpo mofletudo, debilitado y cruzado de cicatrices soldadescas. Comenzamos una conversación dispersa, a propósito de que se acostara en el abultado sofá de la pequeña sala, cuando cada cinco minutos, de adentro, provenía una voz vacía que, en una de las tantas veces que la escuché en balbuceos, le entendí como clamar: ven, mi amor, inyéctame, que no aguanto.




¿Listos o estúpidos?





    

     Leyendo a Noam Chomsky en Hegemonía o Supervivencia, pareciera que hemos entrado en un período de la historia humana que pudiera dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿es preferible ser listos que estúpidos? Y la alternativa, con más confianza, sería que dicha pregunta en realidad no tendría respuesta, dado que, al parecer, los humanos fuimos producto de algo así como un grave "error bilógico", donde, para colmo, nos hallamos ya en el límite del promedio de vida como especie que, el acreditado biólogo, Ernst Mayr, estableciera para todas en cien mil años. Y como ya los tenemos circulando sobre esta tierra, estaríamos a punto de extinguirnos. Y como lo que en realidad somos, como unos estúpidos no obstante poseer una inteligencia superior a las otras 50.000 millones habidas desde que la vida se originara en esta verdadera carquesa. Así pues, somos, y lo peor es que creyéndonos muy listos... He aquí la única, y definitiva gran tragedia, que a lo mejor hemos vivido.



Por el ardor de ser


     Subí a la frescura de un lugar apacible y pensé que no había más verdad que yo porque yo mismo habíame revelado para servirme de guía. Y porque nadie, si no yo, conocía mi real interpretación. Y porque sentí que dimanaba de mí y más nadie lo advertía. Por lo que me gritaba: ¡no arrees tu sangre para que se salga del camino luego de haber recibido la claridad!
Y me reuní un día preciso para que mis hijos me fueran trascendentes y no pábulo del fuego como trágica ambrosía. Y porque fui mundano alguna vez cuando la concupiscencia fue mucho más que mi amor. Amor que no pudo esperarme a la vera de una luz atormentada. Y porque podía tejer hilos nocturnos en una madeja de claridades. También extraer un latido de Yuya tanto como un feto ideal del vientre mental de un estúpido. Pero me sentí acabado de existir, y pude antes, un día afortunado, enfrentar todo mi acervo de amor con el de odio. Y vi como balance dos estrellas calientes en gustosa distancia. Y me dije nuevamente: ¡Pero acuérdate de cuando la mujer del tiempo te hizo fruto en sus entrañas! ¡No seas tonto! ¡Sigue la senda que te ha trazado el ánimo de ser tú, y luego rézate! Y así fue. Me elevé yo mismo con mi ardor de ser. Ardor, por el dolor de ser poeta.




El dormilón



    
     Luego de haberle consignado mis exámenes de laboratorio a Ramón, mi amigo e internista, me fui entonces al restorán de mi predilección, para almorzar, pero algo intranquilo por presentar el azúcar en el límite, la creatinina in crescendo y el BUN también. Los lípidos totales, en realidad, no estaban tan inquietantes. Y, como siempre, estaba el entorno que me empeño en comentar. En la mesa de enfrente habia una pareja de personajes maduros. Por supuesto, hembra y macho, respectivamente. Y continuaba la mosca dizque de agosto acosándome, por lo que tenía que cubrir mi copa de vino tinto con una servilleta como lo acostumbra el cura hacer con el cáliz, luego de su vino consagrar. Pero como ando solo en razón de algunos defectos de fábrica que me endilgan mis detractores y detractoras de siempre, tengo que darme cuenta de todo por simple obligación de solitario. Así pues que, no se piense, que es por simple adicción al fisgoneo convencional... Dos horas estuve allí incluido el tiempo que me llevó redactar esta nota. Y ellos muy fieles, a mí, dentro del silencio. No los vi hablar durante ese tiempo. La espalda de él se veía contemporánea: pantalones de pana color crema con una camisa azul de cuadritos blancos, pero además, con una colita de caballo rebiatada con una liguita de las que usan en el mismo restorán para amarrar sus hallaquitas mercantiles; y una calva reluciente, que le buscaba con avidez la nuca. Parecía un típico viejito de izquierda... Lo único que hacía él era leer un tabloide explayado sobre la mesa, pero también, dormir al parecer ya que de vez en cuando veíasele caer la cabeza más de lo prudente. Ella, por su parte, manipulaba una mini laptop sin mosrar frustración y como muy orgullosa de acompañar a su tan intelectual viejito.



La Junta Patriótica



     No es que yo proponga, con millones de compatriotas la desunión, ahora que menos la necesitamos. Esta dilecta tierra no puede seguir siendo objeto de la apetencia de un imperio peligroso y artero. Recuérdese que Fernando VII, por haber llevado una vida atolondrada por la influencia de Escoiquiz, y por negarle sus favores amatorios, a una Bonaparte, fue destronado. Lo que a la vez fue nuestra oportunidad para decidir dejar de continuar durmiendo en los brazos de la indiferencia, ya que, si previo a ello, constituyó menoscabo para nuestra dignidad, hoy sería una felonía vergonzosa, por lo que cualquier discusión actual sería estéril hacerla, con motivo de lo que ya fue decidido: ¡Ser libres!

Bodas de crudo





     Los dos viejitos, tan mayores como yo, habíanse sentado en una mesa justo para dos. El viejito antes habíase visto temblequear, quizás tanto como yo o puede que hasta algo más, pero también dubitativo. Su dieta, al parecer, era como la de los arrendajos.... La viejita se veía más paradita y demostrando ser víctima aún del deseo de placeres mundanos, pero muy callada y despreciativa con el viejito, que masticaba trocitos de patilla y melón, al mismo tiempo, exhibiendo una mirada demasiado lanzada hacia el más lejano horizonte. Y, tal viejito que también soy, y a mucha honra, quedé casi con la convicción de que la causa de aquel tan prolongado silencio mañanero, era que el temblequito viejito tenía quizás una avería de pronóstico reservado en su tarjeta de débito conyugal, razón por la que la viejita no había podido comprar.




La gata encantada





    
     Los casi diez metros que separan el borde acantilado de mi ventana con el piso, entre cuyos extremos además no hay saliente ni siquiera mezquino del cual asirse, no fueron inconveniente para que hallara una gata a media noche entre los barrotes y el corredizo ventanal de mi refugio. Estaba tan estrecha, en ese espacio ella, que no podía voltear a verme, situación en la que sólo se permitía maullar en tono lastimero. La expresión de mi rostro fue de evidente respuesta a una obligada pregunta: ¿Y cómo llegaría hasta allí esa gatita blanca, marrón y negra? Pero no perdí tiempo en buscar respuesta y, diligente, me aproximé al ventanal para permitirle entrar. Y lo haría con su tradicional cautela, para de inmediato comenzar a olfatear todo, incluido yo, y conmigo también comportarse como si nos conociéramos de toda la vida. Iba para allá, y venía para acá, como investigador buscando huellas y sin mostrar nada de sobresalto. Y se lanzaba al piso pidiéndome con su mirada que le acariciara su barriguita, que lucíale como carretera provista de ojos de gato... Y le decía entonces, ¡transmútate pues! pensando que era una princesa encantada que había llegado a mí por efecto de un dichoso embrujo. Pero nada que se operaba la transmutación, hasta que me di cuenta que era otra de mis tontas ilusiones. Abrí la puerta, y la insté a salir. Y se negaba con tierna obstinación, hasta que lo alcanzara con algo de leche, como vil señuelo, que incluso despreció al final antes de marcharse con dudosa parsimonia. Y cuando cerré la puerta, tuve que comenzar a manejar de nuevo otro inesperado malogro de amor.



martes, 4 de agosto de 2009

La chola



Aquella madrugadita, cuando me levanté de la cama alta y aporté el primer paso del nuevo día, me di cuenta que la chola derecha se había descuadernado debido a no sé qué evento que ocurriera mientras dormía con relativa placidez. Tomé conciencia de la incomodidad cuando me dirigí hacia el aseo cotidiano, lo que me obligó de inmediato a deslizar la averiada del pie derecho con su ruido premonitorio, haciéndome vislumbrar cierto futuro cercano e indeseable; pero, en el que nunca pienso, para evitar a todo trance ciertas sacudidas del corazón. Y, quizás continúe arrastrando esa chola, por algún tiempo más, hasta que se me convierta en rutina y me haga extrañar las nuevas que deba comprar, y que, volarán asidas como las anteriores, a mis ya desapasionados pies.

Sismo virtual


En ese instante preciso dábale la espalda a la majadería, cuando fregaba alguna loza que ensuciara durante el desayuno. Creo que también silbaba, de contento, cuando de pronto comencé a percibir un ruido como de galletas de soda que estuvieran siendo trituradas por las manos inclementes de Crisóstomo, para fines de su pegote, y como en cámara lenta, además. Silencié el silbido entonces y me paralicé buscando localizar, con exactitud, el origen de ese alboroto tan tétrico. Pero no alcancé hacerlo… Hasta que, voltee y presencié, maravillado, cómo se iban levantando ruidosas varias baldosas del piso, aledañas a un mesón multipropósito, sin que ninguna causa se viera a simple vista como eficiente de esta tan inesperada sedición cerámica. Pues, seguí fregando y me resigné, a que la vida, es así: desconcertante.

Pechos mojados


Detrás de ese guapo sol evadido a las seis de la mañana, algo me esperaba: un trámite, un papeleo, quién sabe… Una contrariedad. Pero al tiempo que abría la ventana, para inspirar su salud, percibí de inmediato que una garrafal frazada oscura se abalanzaba sobre nosotros inexorable, para luego descargar, con mucho ímpetu, sus inmensas lágrimas, abortando mi intento liberador y haciendo que las palmeras me hicieran muecas (de mofa) con sus pechos mojados y plateados. Luego el sol, algo tímido, hizo presencia de nuevo, es verdad, pero con una actitud como muy carente de ánimo.

El apamate florecido


Terminaba de revisar un texto, cuando me decidí cocinar unos vegetales al vapor para atenuar en algo la agresión de una pizza Prosciutto Fungui, con un trío de cervezas, con las que me había hecho la noche anterior en el paseo de la playa. Eran las 9 am, cuando al ir a correr el ventanal para darle a la brisa mañanera, la oportunidad de saludarme, pude darme cuenta que detrás del último edificio de mi conjunto, se asomaba, más de lo usual, el apamate; pero esta vez, cubierto de su nieve rosada y efímera que le resaltaba, más aún, por el brillo del sol y por el contraste del verdor renacido. Y lo único ausente sería la brisa que me dejó esperando para hacerme más feliz. Pero por fortuna, un casal de blancas palomas retozaban, como cachondas, sobre el tejado muy cerca de su copa… Y por cierto, las tres, muy erguidas.

Las aparentes ventajas de lo adecuable


Explorando solución a las incomodidades y sus resultas que me deja el tiempo lidiando con la laptop, me tropecé en un comercio con una mesa adaptable a varias alturas y posiciones que, una vana ilusión, me hizo comprar de inmediato. Tan sólo llegué a casa, inicié su armado y prueba a ver si era capaz de resultar alivio para las ingratas secuelas esas. La probé parado; la probé medio sentado en un banco; la probé sentado en el sofá y, por último, la probé primero sentado en la cama y luego acostado. Y admito que en todas las posiciones seguíanse manifestando las benditas rastras. Pero opté por la de acostado, que sólo me extenuaba los brazos y tensaba algo el cuello, pero me permitía a la vez continuar con mi camarón sin solución de continuidad. Así también reconozco que, para tales ensayos, no dejé de sentir nostalgia por las siempre embriagantes comodidades que ofrece el paisaje carnoso de una mujer…

El viejito preventivo


Hubo de llegar caminando, con extrema dificultad, no obstante haberlo hecho apoyado en un aparejo rodante, puede que hasta de última generación. Era blanco y rechoncho, el viejito, con acento de forastero, de escasa, corta e hirsuta cabellera, y con unos espejuelos de cristales, con grosores, como muy prohibitorios, para un tabique nasal humano. Estuvo sentado cerca de mí, asesando todo el tiempo, y como asombrado de los avatares callejeros. Hasta que llegara un transeúnte alto, delgado, y de amable actitud, quejándose risueño -¡vaya qué paradoja!- de que minutos antes lo habían timado con cincuenta céntimos (fuertes) en el vuelto de una compra al menudeo. Y el viejito, no obstante sus aparentes trabas, se fue de manera sorpresiva y con mucho más desempeño que cuando arribó, presumo que sospechando, que el viandante, era un sedicioso de postín… Y tuve que irme, también, e intrigado además, porque unas moscas imprudentes, fuera de temporada, y de manera incesante, harto me molestaban y amenazaban con pararse sobre mi shawarma. Dizque eran las moscas de la lluvia, me había dicho con aires poéticos, alguien allí, que lucía como el dueño, minutos antes, y a propósito de mi queja.

Ansiedad en un cajero


El zaguán donde estaba ubicado el cajero electrónico, se hallaba desierto, salvo por los papeles y las latas y botellas de cerveza que, en situación de caos, y lánguidas, yacían en el piso como si un vampiro goloso las hubiera vaciado, de toda su sangre, la noche sabatina de la víspera. Y justo, cuando me disponía subir las escaleras para acceder a él, dime cuenta que, segundos escasos, antes, lo hiciera un hombre que partía de una moto estacionada en la acera, donde lo aguardaba su parrillera, una morenaza curvilínea que mirábame y sonreía, con algo de bellaquería. El hombre, que en lo más mínimo parecía burgués, intentó primero sacar dinero, pero de pronto se volteó para decirme que el cajero no estaba dándolo. Trate usted a ver, me dijo incluso con amabilidad convencional. Pues, traté de hacerlo, pero un inmenso pálpito me indicó que podía tratarse todo de una estratagema de él, para luego, de demostrarle que sí, me arrancara de un manotón la suma dispensada y me dejara con los ojos claros y sin vista y con la fortuna, eventual, de que otro daño no me hiciera. Dicho pálpito me obligó entonces a realizar una maniobra equívoca, que le permitiría al cajero negarme el dinero. Tampoco me dio nada, le respondí todavía alerta, y él se retiró buscando otro en los alrededores, mientras cascorvo aún, me dirigí a mi restorán de siempre para desayunar, que sólo al cruzar la avenida, me quedaba. Y estando sentado en la mesa, los vi pasar a través del generoso ventanal, sin que en sus rostros se reflejara nada de esos burgueses que, delinquiendo, justifican su desatino alegando la cínica razón de que dan empleo... Y me sonreía pensando, si aquello sería asunto o no de una buena suerte mía, y que, por lo tanto, no debía nunca prejuzgar aun precedido el instante de una palpitante y apriorística corazonada como la que tuve.

La oficina de un gastrónomo


Porque el agua esa media mañana decidió no visitarme disgustada debido a que nadie la administró, como siempre aspira, y dado que es sabido no conocer ella de obstáculos tontos para actuar y correr, con entera libertad, e incluso para vaciarse toda como una loca, me hube obligado a lanzarme a la calle, a mi restorán de siempre, con el inconveniente propósito, pero recompensante, de comerme dos arepas rellenas: una de pernil, con rueda de tomate, y la otra de cazón, esta vez muy bien escoltadas, ambas, por un cremoso marrón grande y por un denso batido de fresa, helado. Tal vianda, como para un combatiente de infantería, muy necesitado, fue para mí solo. Por lo que pido excusas… Cuando me senté lo veía de espalda con su pelo ralo, con su franela amarilla y bermudas azul celeste, y supe que no se valía mucho, por sí mismo, porque en la silla de al lado reposaban -una sobre otra- dos muletas. Tenía desplegados también sobre la mesa dos celulares, por los que hablaba mucho de manera alterna, lo que me hizo conjeturar que despachaba asuntos propios de sus negocios. Al cabo de casi dos horas que lo acompañara en silencio (salvo por lo de mis mandíbulas, que crujían) decidió pararse para irse. Y fue cuando le vi el rostro, muy demacrado. Se tambaleaba y se apoyaba en los espaldares de las sillas y hablaba con voz muy apagada. El mesonero lo auxiliaba, solícito, hasta que llegara para recogerlo un carro muy lujoso. Y de una manera heterodoxa se apoyó al caminar sobre las dos muletas, pero como si hubiesen sido ellas, mejor, dos bastones. La brisa soplaba en la misma dirección en la que desapareció dentro los vericuetos viales. Pero tampoco podía pararme yo cuando decidí la retirada. Y sin muletas a la vista.